Cada vez que me acuerdo de cómo me sentía cuando aún estabas dentro de mí, me asombro. Me parece mentira que no viviera esos instantes tan emocionantes con (más) alegría. Yo creo que me podían los nervios y la incertidumbre del rumbo a lo desconocido hacia donde se encaminaba mi vida. No es por excusarme, pero creo que este sentimiento lo padecemos todas las mamás primerizas en mayor o menor medida.
Qué tonta fui, cariño. No tenía ni la más remota idea de lo maravillosa que iba a ser mi existencia a partir del momento en el que viniste a este nuestro mundo y de todo lo que me ibas a enseñar. ¡Contigo he aprendido y aprendo tanto!
Cada día me recuerdas la importancia de no perder nunca la inocencia, la dulzura y la alegría ante cualquier detalle, por insignificante que parezca. Tu ilusión es mi motor por seguir luchando y tu generosidad me asombra (aunque los hijos únicos tengáis el sambenito de que sois egotistas). Tienes una capacidad que a muchos adultos nos falta en demasiadas situaciones, y esa es tu empatía; me ocurra lo que me ocurra, te falta todo para ofrecerme e intentar compensar mi disgusto.
Siempre te decimos que eres muy buena y muy bonita, y es que no habrá verdades más grandes ni adjetivos que mejor te definan. Prometo que tanto papá como yo, lucharemos cada día porque conserves todas esas cualidades y que sigas manteniendo esa personalidad tan especial que tienes.
¡Gracias por venir! ¡Muchísimas felicidades!
¡Te queremos, churrita!
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